Por José Mª Martínez Jiménez.
Me pregunto hasta qué punto tiene algo de cierto el título de este pequeño análisis que ahora comienzo. Y lo hago bajo la inquietud que me suscita el uso que he hecho de la palabra costumbre. Frases como estas se hacen comunes en nuestros tiempos en boca de unos pocos, a quienes nos gustaría poder llegar a verlas algún día reflejadas en hechos, y que no queden simplemente en el anhelo que tenemos de una sociedad algo más justa y mejor. Precisamente dicho anhelo y la inquietud que nos lleva a decir cosas así, nace fundamentalmente del descontento más o menos generalizado en el funcionamiento del sistema actual que nosotros mismos creamos.
En origen la democracia como idea y sistema se remonta y nace en la antigua Atenas, donde los varones se reunían en el ágora (la plaza del mercado) para votar sobre cómo se debía dirigir su ciudad o estado. En dichas reuniones se discutía sobre política además de servir para hacer negocios, por lo que existen algunas semejanzas y alguna que otra diferencia que no me atrevería a calificar de sin importancia, ni mucho menos.
Para empezar y antes de nada quiero subrayar que el sistema que hemos heredado (muy transformado respecto a sus orígenes) ya nació herido, puesto que cometió el mayor error imaginable en un sistema democrático: el de la exclusión. Esto es así porque, a pesar de lo adelantados a su tiempo que pudieran parecer a simple vista, los esclavos y las mujeres no tenían derecho a voto. Por aquel entonces, el hombre, que debido a razones biológicas había adquirido el poder hacía tiempo, se negaba (y aún hoy lo sigue intentando) a ceder o compartir ni la más mínima parte del mismo que estaba acostumbrado a ostentar. A pesar de ello, no le quedaba más remedio que compartirlo muy a su pesar con aquellos a quienes consideraba iguales, por lo que los subyugados esclavos, (por muy hombres que pudieran ser), se quedaban evidentemente sin oportunidad de participar de las decisiones, al ser considerados junto con las mujeres, inferiores o incluso en algún caso ni siquiera personas (para esto último no hay que remontarse hasta tan antaño). No obstante son una constante en la historia de la humanidad los casos de individuos que no se resignan a compartir el poder ni siquiera con aquellos a los que consideran iguales; tal es el caso de infinidad de emperadores, dictadores o golpistas,… Este comportamiento, debido simplemente a la propia naturaleza egoísta del hombre, ha desvirtuado la potencial bondad del sistema democrático y lo ha convertido en auténticos cánceres cuyos efectos sobrepasan en muchas ocasiones la frontera de lo admisible.
Las semejanzas con el sistema primitivo de nuestros maestros griegos parecen evidentes, en cuanto seguimos queriendo excluir del sistema a todos aquellos que nos molestan para decidir lo que más nos guste (como antiguamente con las mujeres y los esclavos), por muy legítimas que sean esas decisiones. En el propio sistema democrático queda incluido el derecho inexpugnable de todo ciudadano, (por el simple hecho de serlo), a decidir sobre su futuro.
Esto es así independientemente de cuales sean sus convicciones políticas y a pesar de que sean minoritarias o vayan incluso en contra del sistema mismo. Todas las ideas, inclusive las que propugnen sistemas contrarios al propio sistema que las acoge, tienen derecho a ser planteadas o incluso a ser defendidas por representantes debidamente respaldados, por mucho daño que nos haga a los que defendemos el sistema y los valores de éste. La mayor debilidad de nuestra democracia es la actitud a la defensiva que está tomando, la cual, la hace realmente vulnerable.
En definitiva, el propio sistema democrático asume de algún modo que el futuro del estado, de la región o de la res pública de la que se trate, ya sea comunidad de propietarios, asociación de vecinos, etcétera, depende de la decisión que el pueblo tome sobre ello. Si llegáramos a un punto en el que el 80% del pueblo estuviera en contra del sistema democrático, es de suponer que a pesar del empeño del 20% restante, el sistema democrático desaparecería, pero de una forma legítima totalmente, porque su muerte habría sido decidida basándose en el propio sistema. Mientras tanto, el sistema es el que es, e incluso su muerte debe pasar por él.
No quiero con esto hacer una apología en contra de la democracia como sistema, ni mucho menos, pues me considero demócrata profundamente convencido. Precisamente me expreso en estos términos porque me duele ver en lo que está quedando un sistema, (que más que un sistema es una forma de ver la vida), debido a la poca implicación de los propios afectados que son los ciudadanos en sí mismos. A colación de esto, y retomando la idea anterior en la que comparaba el sistema en la actualidad con el original griego, me gustaría resaltar las diferencias que encuentro.
En primer lugar, en las reuniones periódicas que se celebraban en dicha plaza pública, todos los hombres tenían derecho a opinar libremente, mientras que en la actualidad dicho derecho queda relegado en la práctica, a un acto destinado fundamentalmente al desahogo personal y psicológico, en el que escogemos quién tomará las decisiones por nosotros. Ahora en serio, si bien es verdad que en el fondo, dicho derecho seguimos poseyéndolo en plenitud, en la práctica, como digo, parece estar impedido por los mecanismos que instrumentan el funcionamiento de dicho derecho. Es por tanto necesario mejorar los canales de participación, puesto que de momento parecen impedir que finalmente el ciudadano se anime a desarrollar ese derecho. En la actualidad, más que libremente, parece que haya que pedir permiso para ejercerlo.
En segundo lugar, creo que el fallo más estrepitoso y la diferencia más clara con el sistema antiguo, es el sistema de representatividad que poseemos. En origen, las decisiones importantes y de trascendencia que afectaban al conjunto del pueblo, eran tomadas en el seno de la reunión en asamblea, donde todos los ciudadanos (que no, las ciudadanas como ya he dicho) tenían la oportunidad de expresar su opinión a través del voto personal y libre. El sistema de representatividad quedaba relegado pues a un denominado «Consejo de los Quinientos», cuya misión era encargarse de la gestión rutinaria de la ciudad. Aún así, este grupo representativo de los intereses de los ciudadanos estaba formado por un número de quinientas personas, que habían sido elegidas, no mediante la elección de un colectivo que los aglutinara, como un partido político o similar, sino de forma individual y personal. Y cabe destacar que eran quinientos, o sea, un porcentaje elevado del total de la población y no unos pocos, los que ostentaban ese poder cedido por el pueblo. Además no eran quinientos reunidos en torno a un conjunto de ideas comunes, sino gente variada en su forma de pensar y seguramente en sus tendencias políticas, lo cual hacía del consejo un órgano mucho más representativo aún.
Estos individuos seguramente serían escogidos idealmente en función de su capacidad de organización, su preparación para desempeñar las funciones de gestión, su prestigio social, su sensatez o su honradez, puesto que se trata de las personas en las que depositar la confianza de ceder el poder de administrar lo público.
Por último, en este consejo no había jerarquía, por lo que aún las decisiones tomadas en representación del pueblo seguían siendo tomadas por acuerdo entre iguales y plurales. No cabe duda que en lo dicho anteriormente cabe encontrar similitudes importantes con el sistema actual. De hecho una de ellas es que en el ágora, además de discutir sobre política, también se hacían negocios. ¡No parece casualidad pues, que los políticos en la actualidad también suelan hacer negocios a la par que política y gracias a ella! Sin embargo, las diferencias son mucho más importantes: En nuestro sistema democrático los instrumentos y las reglas del juego posibilitan las trampas inherentes a toda ley, como bien predice el refrán. El problema mayor que yo veo es la centralización y la jerarquización que concentra las decisiones en torno a unos pocos gobernantes y líderes, que debido a la naturaleza humana a la que antes he hecho alusión, suelen aprovechar la concesión que el pueblo les da para utilizar ésta en beneficio propio, en lugar de mirar por el beneficio común, lo cual es su tarea.
Debido a este y a otros problemas inevitables emergentes del sistema y de la naturaleza humana, acabamos por renegar de éste, al darnos cuenta de que, más que liberarnos, acaba por esclavizarnos a una pérdida de poder en la práctica, a pesar de los intentos fallidos y en ocasiones desesperados de recuperarlo cada cuatro años. En ese proceso se produce un fenómeno de sugestión colectiva, a base de buenas intenciones y mentiras que no hacen sino generar esperanzas que más tarde suelen frustrarse. Este renegar se traduce en una baja participación en el ejercicio de nuestro derecho a voto al darnos cuenta de la poca representatividad de las distintas y escasas opciones que se nos plantean. Del mismo modo se produce una baja participación en la creación de nuevos partidos o en la aportación de nuevas propuestas y opciones de voto, debido a la abrumadora y desalentadora capacidad de movimiento de masas de los grandes monopolios de opinión que acaban constituyendo los grandes partidos políticos. Éstos, a base de acaparar atención mediante mentiras y falsas promesas, aglutinan voluntades y poder de convencer, (ayudados por los medios de comunicación que evidentemente prestan mayor atención a las opciones mayoritarias o a las que tienen previsiblemente un mayor respaldo), a la vez que dan una mayor sensación de solvencia política frente a las opciones minoritarias.
Todo esto limita la vida política del ciudadano a los pocos huecos que le quedan y le son asequibles, como su derecho al voto muy de vez en cuando y su derecho a la libre expresión desarrollada en los medios de comunicación a su alcance y por medio de la manifestación en las calles. Y si salimos de nuestro país puede no quedarnos ni eso, puesto que en numerosas ocasiones dichas manifestaciones son de carácter ilegal o prohibidas o son limitadas por las fuerzas de seguridad dirigidas por gobiernos autoritarios. En definitiva, un cúmulo de cosas, que podrían no ser completamente ciertas, pero que de momento es lo que creo que piensa o siente una mayoría no demostrable de la ciudadanía, aunque esta no lo pueda expresar con estas palabras, debido al nivel cultural medio-bajo predominante. Por cierto, nivel cultural que de alguna manera conviene a los gobiernos, pues está demostrado que el grado crítico de una sociedad está directamente relacionado con su nivel cultural.
Por esto, el ciudadano medio prefiere pasar de la política y de usar los cauces participativos que el sistema le ofrece, dando lugar, como ha ocurrido en Francia, a un ascenso (debido a la falta de compromiso), de la ultraderecha de Le Pen y sus secuaces.
Por eso creo, concluyendo, que todas aquellas acciones o estrategias que promuevan una participación activa, aunque sólo sea de consulta y consejo desprovista de toda capacidad ejecutiva, son positivas en tanto en cuanto, al menos, aportan una vía de control al ciudadano. Lo ideal sería que esos cauces de participación fueran mucho más directos, y que dieran al ciudadano el poder real de decidir acerca de aquello que más le interesa colectivamente. En definitiva, algo así como los atenienses en su plaza, hablando y votando todos sin excepción (salvando la injusticia de la exclusión de cualquier tipo: sexista, racista, ideológica, política,…) sobre la postura a tomar respecto, (por ejemplo), de la guerra de los vecinos, o el salario mínimo, o los presupuestos generales…
Mientras tanto, aunque nuestra participación se tenga que limitar a alzar una pancarta para que se vea y luego hagan lo que quieran con tu opinión, o castigar con el voto a quien te engañó, o manifestarte por la inseguridad ciudadana o poner verde al político de turno que le hace concesiones inmobiliarias a su amiguete, aunque sea en el periódico local, que leen los mismos de siempre. Como digo, y a pesar de eso, y mientras tanto, ¡Participad, benditos, participad!, que solo nos queda eso y no es poco aunque lo parezca. Yo, al menos, eso intento.

Sobre el autor: José Mª Martínez Jiménez era, en el momento de la publicación de este artículo, Lcdo. en Biología por la Univ. de Córdoba.
Artículo publicado en Isagogé 0 (2003).