Por Virginia Carcelén Aycart.
Desde el comienzo de esta legislatura, (y probablemente durante toda ella), se escuchan voces contra el actual gobierno por promover un “laicismo radical”. Es tal el terror que esto supone en algunos sectores, que la Conferencia Episcopal Española ha desarrollado una campaña contra diversas reformas sociales: Ley del divorcio, ley de investigación con células madres, matrimonio homosexual y enseñanza de religión en los colegios. También ha realizado sendas campañas sobre la eutanasia y el aborto, aunque la primera ni siquiera se ha planteado y el aborto sigue en las mismas condiciones que con el gobierno anterior.
Realmente, es agotadora e intensísima la maquinaria puesta en marcha por la iglesia para defender lo que creen una intromisión en sus derechos y en su terreno. Incluso el mismísimo Papa, en su reunión quinquenal con los prelados españoles denunciaba que “en España se va difundiendo una mentalidad inspirada en el laicismo, ideología que lleva gradualmente de forma más o menos consciente a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso”. De este modo, mientras poca gente se percata de las injustas y numerosas exenciones fiscales que la iglesia posee en nuestro país (sin mencionar el dinero que recibe anualmente del estado gracias a un antiguo convenio), se intenta difuminar las fronteras entre lo público y lo privado, lo que es pecado para unos y lo que es ilegal para todos, al tiempo que laicismo se convierte en la palabra de moda de forma tristemente peyorativa. El diccionario de la Real Academia española define a laicismo como “doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa”. Así mismo, define la independencia como libertad y autonomía. En modo alguno, por supuesto, encontramos que independencia sea sinónimo de prohibición o exclusión.
Todos deseamos una sociedad en la que esté garantizada por ley la igualdad entre todos sus miembros, sin ningún tipo de discriminación, con los mismos derechos y obligaciones en libertad. Para que esto se dé, sólo un estado laico puede garantizar que las reglas que lo regulen no tengan la tentación de favorecer o discriminar a las personas, según las directrices de un credo en particular, compartido o no por la sociedad, vulnerando las reglas de juego. Es ésta y no otra, en realidad, la esencia del laicismo en democracia, que por su misma naturaleza no podría existir sin la libertad individual de profesar o no, cualquier tipo de creencia.
Nuestro marco de convivencia, la Constitución Española, establece claramente todos los principios mencionados en su artículo 14. Del mismo modo, la Constitución Europea en los artículos I-2. Valores de la unión, II-80.Igualdad ante la ley y II-81. No discriminación, sienta las mismas bases de igualdad, libertad y tolerancia. Si queremos construir un país, una Europa o un mundo en el que todos tengamos cabida por igual (creyentes o no, de izquierdas o derechas), tenemos primero que abrir la mente y deshacernos de nuestros viejos prejuicios, miedos y fantasmas. Sólo así nos daremos cuenta que condición necesaria es que el estado sea laico, necesaria pero no suficiente. Entre todos podemos convertir ese sueño de libertad e igualdad en realidad, ya tenemos nuestros cimientos: nuestras constituciones, y eso es mucho más que laico.
Sobre la autora: Virginia Carcelén Aycart era, en el momento de la publicación de este artículo, estudiante de Física en la UNED.
Artículo publicado en Isagogé 1 (2004).